Que no se pierda de vista lo importante
A veces, las circunstancias –la mayoría de ellas, realmente– no son las ideales. Siempre se espera algo más, es parte del espíritu de superación del ser humano. No conformarse con lo que hay es la razón por la que se puede avanzar, y esto aplica en todos los ámbitos de la vida. La política no es la excepción, de hecho es una de las áreas en donde el conformismo es más peligroso. Con la democracia, aunque es todavía el mejor de los sistemas que se nos ha ocurrido para vivir menos injustamente, pasa lo mismo. Apostamos a que sea mejor. La mera representación nos ha quedado chica y aspiramos a la participación y al protagonismo que permitan una sociedad más equitativa.
Creer que esa evolución de representación a participación es apenas un cambio de nombre es de una ignorancia supina. Atreverse a tocar los modos e instituciones más arraigados en la conciencia social no es fácil, todo gran cambio en la historia ha presentado severas resistencias. Lo viejo se niega a morir y pelea para extender su ciclo vital el tiempo que le sea posible. Cuando en Venezuela se nos hizo la propuesta de ser los protagonistas de este cambio, se respondió con emoción. Sí, queremos participar, incidir, no mirar cómo en nuestro nombre viven muy privilegiadamente unos pocos mientras esperamos que caigan las sobras de lo que también nos pertenece. Y esa decisión la hemos pagado muy cara.
Ante la inusual y extraordinaria amenaza simbólica que representaba Venezuela por atreverse a cambiar radicalmente, por meter el dedo en el ojo de quienes llevaban demasiados años dando por privados títulos y propiedades que son públicos, la respuesta del establishment nacional e internacional fue feroz hasta casi llegar al punto de la irracionalidad. Disociación extrema, odio, incapacidad para analizar críticamente la realidad y unos niveles de autoengaño y autocomplacencia que no dan sino pavor. Ese es el estado de la que debería ser la contraparte que equilibre la balanza del poder, porque sí, el poder, más allá de cualquier buena intención y discurso, corrompe. Sin punto de equilibrio, sin contraparte que discuta, argumente y proponga, el diálogo, que da sustento a la democracia, se disuelve.
A pesar del evidente descontento generalizado que existe en el pueblo con el gobierno, algo es cierto: la claridad sobre el tema central sigue existiendo. Con todo y los errores y desventuras – que bien se deben discutir sin tapujos dentro de las filas progresistas– hay una conciencia de que lanzarse al abismo de los libertarios de la derecha es inadmisible. ¿Hasta cuándo durará? ¿Hasta cuándo se le dará el beneficio a quienes han tenido la gloriosa oportunidad de una continuidad histórica en este país? Hoy aún sabemos que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Que hay un mal superior que no se puede perder jamás de vista, pero, fieles a la naturaleza, se sigue a la espera de más y mejores respuestas de aquellos en quienes –otra vez– hemos depositado la confianza.
Mariel Carrillo García
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