NERLINY CARUCÍ
El poeta dadaísta Francis Picabia asomó una tesis interesante y dolorosa, durante la Primera Guerra Mundial: «Lo indispensable es inútil». Esta denuncia fue recuperada, casi un siglo después, por el filósofo alemán-latinoamericano Franz Hinkelammert, en un libro donde argumenta cómo lo indispensable —que es la convivencia, el bien común, la paz, el cuidado de la Tierra— no entra y no puede entrar en el cálculo de utilidad hecho por el sistema-mundo moderno, pues este se basa en la maximización de la tasa ganancia y la tasa de crecimiento de una economía de mercado.
Desde una profunda reflexión, el connotado maestro descolonial señala que ningún cálculo de utilidad propia (como interés meramente individual) revela lo útil e indispensable de lo «inútil». Por ejemplo, preservar la vida en la Tierra es algo indispensable; pero, al hacer el cálculo de utilidad propia, casi todos los Estados deciden «muy racionalmente» seguir aplicando el modelo económico que permite usar la naturaleza al antojo, porque lo importante es garantizar el «progreso» de la «humanidad». Más alarmante todavía: cuando alguien o algún Estado decide que hay que buscar alternativas económicas se le declara «loco e irracional». ¡El mundo al revés! Es decir: la política actúa como servidora de la razón dominante, sin mirar los efectos negativos. Lamentablemente, «los economistas de la economía dominante (señala Hinkelammert) sueñan que son los dueños absolutos de la racionalidad: destruyen la naturaleza, destruyen las relaciones humanas; nos llevan al abismo. Pero jamás van a dudar de que todo eso es sumamente racional».
En su libro Lo indispensable es inútil. Hacia una espiritualidad de la liberación, Hinkelammert nos hace notar que la racionalidad dominante que alimenta las pretensiones de «desarrollo» en las sociedades actuales tiene su referencia «en el valor central del cálculo de la utilidad propia». Para Hinkelammert, ¡sí!, vivimos un tiempo de locura; pero, para esta locura, vale lo que dice Hamlet: «Aunque sea una locura, hay método en ella». Desnudar los juegos de esta locura es fundamental para dejar al descubierto cómo detrás de toda política y detrás de toda producción, hay utopías, hay modelos ideales, que determinan nuestra existencia.
Hinkelammert —valorado como el filósofo más prominente del siglo XXI en América Latina— afirma que, en el sistema-mundo moderno, la naturaleza es inútil, a no ser que sea transformada en capital natural para explotarla; el ser humano es inútil, y hasta «desechable», a no ser que sea transformado en capital humano por explotar en función de su utilidad propia o por otros, que lo quieren explotar en función de sus respectivas utilidades propias.
Esa racionalidad dominante, con su constelación de antivalores, impregna el sentimiento, el pensamiento, la fe de individuos y de colectivos, y en cuanto estos tienden a actuar y a sentipensar «siempre (refiere Hinkelammert) lo indispensable —el ser humano en cuanto ser humano y la naturaleza en cuanto naturaleza— es inútil». Por eso vemos que los actores pueden cambiar, pero, aun así, la racionalidad sigue siendo la misma. De hecho, nunca nos cuestionamos por qué nuestro mayor horizonte de sentido es «crecer», «ser desarrollados», «alcanzar el progreso» y «modernizarnos», aunque este anhelo entre en contradicción con nuestras culturas originarias.
Desde esta perspectiva de los modelos ideales interiorizados, entendemos lo que dice el maestro boliviano Rafael Bautista: «Una cosa es creer en el indio y otra, distinta, es creer en lo que cree el indio». Uno puede creer en lo indígena, hasta ser devoto de la necesidad de ir a nuestras raíces ancestrales para buscar otros caminos, pero como individuo —a quien el sistema-mundo moderno/colonial/capitalista le impone como proyecto único de vida, el «modernizarse», para que haga, del «desarrollo» y el «progreso», su razón de existencia—, bajo la máscara progresista, puede consagrar el horizonte de creencias, prejuicios y valores de la modernidad/colonialidad, como el único posible, y hasta como el más racional. He allí la contradicción.
Es fácil enunciar que queremos preservar la vida en el planeta, pero… qué pasa cuando, al mismo tiempo, nos proponemos «crecer» y alcanzar la producción de un país potencia. Proponernos «crecer» obliga a la importación o al desarrollo de tecnología de punta. Esta tecnología significa, a su vez, una gran cantidad de recursos, humanos, financieros; pero, sobre todo, materias primas y recursos energéticos; es decir: más naturaleza no humana.
El imaginario de «desarrollo» implica una configuración sociocultural en torno al «progreso infinito», que se plantea una sociedad bajo un crecimiento económico ilimitado. De hecho, el mayor triunfo de la racionalidad moderna/colonial es tener congregadas a todas las instancias de la sociedad en función de un supuesto progreso técnico-científico, que siempre promete más para el futuro. La producción ilimitada de bienes materiales es su manifestación más elocuente ―apunta Rafael Bautista, en su libro Del mito del desarrollo al horizonte del «vivir bien». ¿Por qué fracasa el socialismo en el largo siglo XX?―, y a ello le llaman «salto tecnológico». El ideal de izquierdas y de derechas pareciera tener un punto común: «ser desarrollados», «crecer»; a pesar de que esto signifique el sacrificio de varios planetas Tierra.
¡Urge revisar cuál es la razón y la utopía que están detrás de nuestras acciones y nuestras aspiraciones! Tenemos el compromiso de revisar cuál es el modelo ideal que encarnamos en nuestros procesos de lucha. De ahí, la importancia de la transformación político-cultural. Como insisten los filósofos de la liberación, nuestro concepto de riqueza, como acumulación cuantificada de cosas, debe transformarse; pero también nuestro concepto de pobreza. Cambiar estos conceptos exige, a la vez, otro concepto de ciencia y tecnología, que no responda a la irracionalidad de la sociedad del tener, ni a las coordenadas de interpretación colonial.
Al crecimiento, al «progreso», al vivir mejor, hay que anteponerle el vivir bien. El paradigma del vivir bien encierra satisfacción, plenitud, y el estar en paz. En el vivir bien, el estar juntos es el bien supremo. En cambio, el «desarrollo» (que es el desarrollo infinito de la modernidad, y pre-supone vivir mejor) es vacío en sí mismo, porque conlleva la contradicción de la inviabilidad, por estar en guerra contra la naturaleza no humana. Si tenemos un planeta finito, no podemos ni debemos plantearnos un crecimiento infinito. ¡Basta de seguir atrapados en el paradigma de la modernidad y su modelo de crecimiento y «progreso»! Crecer de manera infinita no solo es inviable, sino que es irracional: trae consigo la supresión de la vida.
Pensar lo «inútil» es parte de la transformación. Pensar la transformación es pensar una ética de un indispensable «inútil», el bien común; pero que no sea solo un eslogan, sino una ética concreta del bien común (en palabras de Hinkelammert), que parta de lo real de la realidad para seguir haciendo posible la reproducción y el desarrollo de la vida toda: «Se trata más bien de una ética cuya necesidad la experimentamos todos los días… [Porque la relación mercantil que produce el mercado moderno] no puede discernir entre la vida y la muerte, sino que resulta ser una gran máquina aplanadora que elimina toda vida que se ponga en su camino […] La ética del bien común surge como consecuencia de esta experiencia de los afectados por las distorsiones que el mercado produce en la vida humana y en la vida de la naturaleza […] En cambio, quien no es afectado por estas distorsiones no percibe ninguna necesidad de recurrir al bien común. Puede decir: “Los negocios van bien, ¿por qué hablar de una crisis?”».
Esta ética de la resistencia, de la interpelación, de la transformación, de la revolución es una ética de la responsabilidad por el bien común, en cuanto condición de posibilidad de la vida humana. A juicio del filósofo boliviano Juan José Bautista, «lo que se trata es de recuperar la ética en estos otros términos radicales que Hinkelammert está descubriendo; es decir, ya no basta con hablar solamente de una ética del bien común, es más, ya “no se trata de formular una ética sobre la vida buena”, sino a la condición de posibilidad de concebir cualquier forma de vida humana». He allí el fundamento: la ética necesaria para que podamos vivir. Para ello, J. J. nos deja una pregunta: «¿Cómo tenemos que comportarnos para que la vida humana sea posible, independientemente de lo que pensemos que ha de ser la “vida buena”?». De esta ética se trata: una ética comprometida con lo comunitario, porque la vida es comunitaria.
Pensar, a fondo, la transformación es asumirnos naturaleza consciente para hacernos responsables de la reproducción de la vida: entender que la naturaleza no está ni al frente ni debajo de nosotros/as: está en nosotros/as… es comprender que nosotros somos naturaleza; no hacerlo es continuar entrampados en la lógica moderna/colonial de ver a la naturaleza no humana como un objeto para nuestro «bienestar». Pensar, a fondo, es reconocer que una transformación que no sea ecológica no tendría la capacidad de responder a los retos actuales, del momento histórico presente. He ahí la ética comunitaria, una ética política que luche por el postulado dusseliano de la vida perpetua… que redima la vida de los oprimidos, incluyendo la de la madre tierra. Una ética que nos permita entender que asesinato es suicidio. Una ética que apunte a una transformación de las relaciones de producción y de los modelos de consumo dominantes, así como de las relaciones humanas. «Se trata de la ética de la convivencia que hace falta promover ―detalla Hinkelammert―. Se trata de la convivencia a todos los niveles: de la humanidad y de cada uno de los grupos humanos que, al constituirse, se institucionalizan y desarrollan la ley y el cálculo de utilidad propia con sus respectivas maldiciones. […] Es la transformación de la sociedad entera, pero siempre pensada en función del enfrentamiento con la maldición que pesa sobre la ley y el cálculo de la utilidad propia. Se trata de una sociedad en la que quepan todas y todos, y toda la naturaleza también».
Pensar la transformación, en tanto transmutación, no como reforma (el reformismo, como advierte Enrique Dussel, se basa en un aparente cambio, que perpetúa una institución o sistema particular), solo es posible si parte desde otro modelo ideal. Dicho de otra manera: pensar la transformación es dejar de ver el «progreso» como el estandarte del avance de la humanidad y asumir mediaciones de culturas ancestrales, hasta ahora despreciadas, que pueden significarnos, realmente, una importante brújula para hacer caminos de supervivencia en el planeta; no hacerlo implicaría recaer en el mismo horizonte de lo cuestionado y no trascenderíamos hacia lo distinto.
Hoy, más que nunca, tenemos el compromiso con el presente, con los que lucharon y soñaron antes que nosotros/as, así como con las generaciones futuras, de repensar la espiritualidad de la revolución que queremos. Recordemos que lo que permanece en el tiempo es lo que tiene raíz; ¡la comunidad tiene raíz! «Sin esta dimensión ética y espiritual, cualquier acción política se transforma en un trampolín para el poder (reitera Hinkelammert), lo que corrompe desde adentro la participación en los movimientos de liberación. Aparece un cálculo de utilidad propia, que corrompe cualquier compromiso con un proyecto de liberación».
Quizá a algunos les parece que este enfoque es un poco «comeflor» o «inútil». Pero, en medio de la encrucijada de hoy, «hogaño está planteando seriamente (diría el historiador venezolano Luis Cortés Riera) un “reencantamiento del mundo”, pues la diosa razón solo ha traído atrocidades» —yo añadiría—: y la crisis global de nuestro tiempo. La pedagogía de la transformación para la liberación plena de los pueblos requiere conciencia de la realidad de la dominación de la totalidad del orden actual, para que las victorias en un campo de lucha no tiendan a coexistir con derrotas en otros campos. ¡Es imposible hacer transformaciones con la racionalidad (léase: irracionalidad) dominante! ¡Es imposible hacer revolución desde una razón que mata!