Carolina Vásquez Araya
Convencidos de que las libertades ciudadanas estaban grabadas en piedra y
eran inamovibles, hemos dado por hecho el goce de ese estatus ideal.
Casi sin sentirlo, poquito a poco ha calado el desarrollo –sin pausas-
de una ideología divorciada de los fundamentos de la democracia, con los
falsos abalorios del bienestar económico y una reformulación de los
entes políticos y económicos hacia la concentración casi absoluta del
poder, con todo lo que ello significa en pérdida de derechos.
Hay que reconocer que la estrategia es brillante. Tanto es así, que
aquellos partidos políticos de izquierda, tan poderosos a mediados del
siglo pasado, se han transformado paulatinamente en clubes sociales en
donde se juega el juego de la derecha; aunque no al extremo de perder
del todo la identidad, sí lo suficiente para no alterar el marco
hegemónico del sistema neoliberal. Este sistema, que amarra con sus
recursos a los países dependientes gracias a organismos financieros
expertos en el arte de la negociación artera y condicionan incluso sus
políticas públicas, ha dirigido durante décadas a los gobiernos desde el
anonimato corporativo.
El problema es el cambio solapado de la polaridad. El pueblo ya no manda
en nuestros países. De hecho, los gobernantes de extrema derecha han
declarado la guerra a la ciudadanía y, con lujo de fuerza y haciendo
caso omiso de sus mandatos constitucionales, prohiben a la población
manifestar su descontento por los actos de sus gobernantes. Para ello
cuentan con la potencia de sus ejércitos y sus cuerpos de policía,
entrenados a fondo y con equipo bélico, enviados a apagar de una vez y
para siempre el fuego de la protesta ciudadana dejando muy en claro
cuáles son las reglas. En esta contienda desigual, la juventud resulta
doblemente sacrificada en aras de un nuevo orden de cosas, en donde
actuar en conciencia es un delito penado por la ley.
En este escenario de retrocesos, otra de las libertades bajo la bota es
la de prensa. La mayoría de medios de comunicación masivos, aquellos de
carácter empresarial cuyos intereses se encuentran estrechamente
vinculados a los poderes político y económico, callan ante los abusos y
se doblegan ante las presiones del estatu quo al cual pertenecen. Ese
silencio ha obligado a muchos periodistas éticos a abandonar las grandes
salas de redacción para conformar sus propios espacios de comunicación
alternativa, asumiendo el riesgo de trabajar bajo la presión de las
amenazas, la persecución y los intentos de sacarlos de circulación por
medios violentos. En nuestro continente, la cifra de reporteros
asesinados por su trabajo investigativo es de terror.
Hoy, la consigna desde la cúpula del poder es mantener silenciado al
pueblo, impedirle cualquier forma de ejercicio ciudadano y blindar a los
centros de poder con la complicidad de sus aliados en prensa,
instituciones religiosas y organizaciones empresariales. Al mismo
tiempo, se alinean los canales oficiales para limitar el acceso a las
fuentes de información. De ese modo, se cierran espacios con el
propósito de conservar un ámbito hermético en donde cualquier acto de
corrupción goce de impunidad garantizada y sea fácil cooptar a los entes
institucionales. El panorama nos demuestra que nuestros países nunca
serán libres en tanto sus instituciones políticas –los partidos,
verdadera cocina de la democracia- sean el laboratorio en donde se
cometen los peores actos de corrupción, discriminación y abuso, con el
único fin de impedir la participación del pueblo en los asuntos de su
competencia.
Hoy la consigna, desde la cúpula del poder, es aplastar al pueblo.
elquintopatio@gmail.com @carvasar
Periodista y analista política chilena, con más de 30 años de
experiencia. Radica en Guatemala. Su columna se publica desde 1993 en el
periódico más influyente de Guatemala y está centrada en derechos
humanos, justicia, ambiente, derechos de la niñez y violencia de género.
Visite su bitácora en: https://carolinavasquezaraya.com
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