martes, 17 de noviembre de 2020

Simón Rodríguez, visionario en política y educación

  Clodovaldo Hernández

Simón Rodríguez tenía claro que las nuevas repúblicas nacidas de las antiguas colonias españolas debían resistirse a la tentación de trasplantar las instituciones de la democracia liberal que ya Estados Unidos se empeñaba en preconizar como un modelo universal.

“La América española es original. Originales han de ser sus Instituciones y su gobierno, y originales los medios de fundar uno y otro”, escribió este maestro adelantado a su época. “Nos parece que podemos adoptar sus instituciones sólo porque son liberales, sin tomar en cuenta aspectos geográficos, históricos, étnicos, religiosos ni tampoco las diferencias en cuanto a ideas, creencias y costumbres”.

El rasgo visionario del gran docente caraqueño se pone de manifiesto en que, dos siglos después, sus advertencias siguen siendo pertinentes. Hemos pasado doscientos años dirigidos –salvo escasas excepciones– por clases políticas que han tratado de establecer en nuestras naciones mestizas e irredentas los sistemas políticos del Norte, como si se tratara de una franquicia o de la sucursal de una corporación. Quienes han tratado de buscar vías propias, como las planteadas por el hombre que se hizo llamar Samuel Robinson, han pagado caro su osadía. La Venezuela de este siglo puede confirmarlo.

Para Rodríguez, no solo debíamos evitar la imitación del modelo político estadounidense porque éramos distintos, sino también porque era un mal ejemplo. Lo ilustró, como corresponde a su condición, magistralmente. Dijo que “Estados Unidos presenta la rareza de un hombre mostrando con una mano a los reyes el gorro de la Libertad, y con la otra levantando un garrote sobre un negro, que tiene arrodillado a sus pies”. Contundente en su irreverencia, se preguntaba qué tipo se libertad y democracia podía ser esa en la que solo los blancos tenían derechos.

Rodríguez no era de los que critican solo hacia afuera. Fue un cuestionador profundo de la educación que se impartía en la Caracas de finales del siglo XVIII, justamente por ser excluyente por motivos raciales y sociales. Para él, los niños y adolescentes con acceso a la educación (una absoluta minoría), tenían como maestros a gente sin formación pedagógica, mientras los programas de estudio eran conservadores y controlados por la Iglesia. Mientras tanto, la gran mayoría no contaba siquiera con esa precaria posibilidad de aprender.

Propuso crear más escuelas en las que se recibieran a niños pardos, negros e indios. Todos los institutos educativos debían tener maestros profesionales que cobraran un salario justo, en jornadas de seis horas y con materiales didácticos idóneos. Infortunadamente, si se diera una vuelta por el presente, comprobaría que aún hoy sus propuestas siguen estando vigentes.

Más allá de las reivindicaciones que pedía, Rodríguez era también un adelantado a su tiempo en el campo mismo de la teoría pedagógica.

Los estudiosos de sus planteamientos no dudan en calificarlos como revolucionarios, comparables con las ideas que muchos años después postularían los grandes filósofos de la educación, entre quienes se puede mencionar a Paulo Freire, Jean Piaget y Lev Vigotsky, con la diferencia de que ellos tuvieron la ventaja de los estudios universitarios y la investigación académica, en tanto nuestro Robinson, por decirlo de alguna forma, tocaba de oído.

Y es que Simón Rodríguez aprendió en carne propia acerca de la segregación educativa. Por ser un niño expósito (aunque las “redes sociales” de la época aseguraban que era hijo del sacerdote Alejandro Carreño) no tuvo la oportunidad de realizar estudios universitarios, que entonces eran privilegio de los jóvenes de familias de linaje.

A pesar de no haber tenido esa formación, tanto él como su hermano, Cayetano Carreño, fueron destacadas figuras de sus respectivas especialidades. Cayetano fue uno de los mejores músicos venezolanos de su tiempo, mientras Simón (que nunca quiso usar el apellido del cura Carreño), es reconocido hoy como un referente de la filosofía educativa.

Los méritos de este gigante de la teoría docente han quedado en segundo plano, al menos en el relato histórico que muchas generaciones conocimos, opacados por el hecho de que Rodríguez fue maestro del niño Simón Bolívar, una tarea que, según parece, no era nada sencilla porque el muchacho era un rebelde de nacimiento.

También es notable su rol en el episodio casi mítico del juramento de Bolívar en el Monte Sacro, en agosto de 1805, luego de que maestro y estudiante volvieron a reunirse en Europa y pudieron presenciar diversos acontecimientos noticiosos de la época, incluyendo la coronación de Napoleón. Eran los años de génesis del proceso independentista y Bolívar tenía tan solo 22 años y se encontraba abatido por la temprana muerte de su esposa, María Teresa del Toro Alayza.

Algunos historiadores, que a veces gustan de actuar como aguafiestas, han puesto en duda que ese momento haya ocurrido de la manera que lo conocemos, pero se ha hecho muy difícil el desmentido, especialmente después de que Tito Salas, el gran pintor de toda la iconografía de Bolívar, pusiera la escena en uno de sus lienzos.

De lo que sí no hay dudas es del valor fundamental que el Libertador le otorgó a su profesor y amigo, que queda extraordinariamente resumido en la frase: “Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señaló (…) Puede usted figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que usted me ha dado, no he podido jamás borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que usted me ha regalado”.

No pudo ejecutar su obra

Como tantos precursores de grandes ideas y proyectos, Simón Rodríguez murió sin ver cristalizada su visión de la educación universal, pública, libre, obligatoria y financiada por el Estado.

Durante la etapa colonial no pudo avanzar porque debió huir del país, tras verse relacionado con la conspiración de Gual y España. Una vez que triunfó la República, Bolívar quiso encargarlo nada menos que de la estructura educativa que había de fundarse en la Gran Colombia, convencido como estaba de que “moral y luces son nuestras primeras necesidades”. Pero, como en tantos otros temas, los ideales del Libertador no eran recibidos con entusiasmo por otras figuras emergidas de la Independencia.

Ni siquiera el fiel y bondadoso Antonio José de Sucre aceptó a Rodríguez para guiar la política educativa de la recién nacida Bolivia. Las experiencias de aplicación práctica de sus principios tropezaron con la incomprensión y terminaron en fracasos.

El hombre que quería enseñar oficios útiles a los estudiantes, basándose en la práctica y en la disposición a innovar, hubo de dedicarse él mismo a otras actividades a lo largo de un periplo por el continente que nunca incluyó un retorno a Venezuela y concluyó en Perú. Con el mismo fervor fundó escuelas y fábricas de velas. Y con fina ironía, haciendo un juego de palabras, llamó a una de esas pequeñas factorías “Luces de América”.







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