Me ha tocado escribir sobre racismo y apartheid cuando se cumple un año de la fase más acelerada y brutal del genocidio progresivo que el régimen sionista está cometiendo contra el pueblo palestino desde hace más de siete décadas en el campo de exterminio llamado Gaza (antes conocido como la prisión a cielo abierto más grande del mundo), pero también con ramificaciones gravísimas en Cisjordania y Líbano.
Si algo positivo se puede rescatar de este año de incesante shock y horror, en el que cada día es el peor de todos, es que el genocidio ha revelado al mundo el verdadero rostro del proyecto sionista. Ha quedado más clara que nunca la inseparable relación entre sionismo, colonialismo y racismo, así como su materialización política en un régimen de apartheid y su inevitable deriva hacia el fascismo y el genocidio del pueblo originario –que suele ser la fase extrema, generalmente inevitable, del colonialismo–.
Este genocidio del siglo XXI, el más televisado de la historia, no sería posible ni tolerable si sus víctimas fueran blancas, occidentales, judías o cristianas. Las élites mundiales siguen permitiéndolo y garantizando al Estado genocida la impunidad de la que ha gozado durante un siglo solo porque sus víctimas son árabes de piel oscura, y en su mayoría musulmanas. El racismo es lo que permite que se bombardee durante más de un año uno de los lugares más densamente poblados del mundo, donde la mitad de sus habitantes son menores de edad; que más de 20.000 niños y niñas gazatíes hayan sido asesinadas, y otros tantos estén desaparecidos, sin que la comunidad internacional actúe; que personal médico y pacientes de los hospitales puedan ser secuestrados, torturadas, bombardeados y enterrados en fosas comunes en el propio recinto médico; que periodistas, personal e instalaciones de la ONU sean objetivos militares; que decenas de miles de personas civiles sean detenidas, violadas y hambreadas para soltarlas moribundas meses después, sin cargos; que familias enteras, al igual que sus barrios y ciudades hayan sido borradas de la faz de la tierra; que se deje morir de hambre, de sed y de heridas o enfermedades que ya nadie puede atender a cientos de miles de personas; que se destruyan viviendas, hospitales, escuelas y universidades, centros religiosos, patrimoniales, culturales y la infraestructura civil entera que hace posible la vida humana; y que todo esto podamos verlo en tiempo real en nuestros teléfonos móviles.
El racismo explica y justifica el genocidio
La deshumanización de la que siempre ha sido objeto el pueblo palestino –al cual se le han negado sus derechos humanos fundamentales a la vida, la libertad, la justicia, la autodeterminación, a defenderse y a luchar por liberarse de la opresión– llegó al paroxismo cuando los dirigentes israelíes anunciaron el inicio de esta campaña genocida y llamaron a la población de Gaza “animales humanos”. Con la afirmación de que “no hay inocentes en Gaza”, y por lo tanto toda la población palestina debe morir, se potenció el discurso de odio antiárabe y la incitación al genocidio que los políticos y los medios israelíes han desplegado durante todo este año. Con estas premisas discursivas, sentaban por adelantado su justificación de las atrocidades que se aprestaban a cometer, y cuya magnitud y ferocidad nadie podía imaginar entonces. Esa deshumanización racista ha sido imprescindible no sólo para llevar a cabo este atroz exterminio, sino también, de parte del mundo occidental –sus políticos, sus intelectuales, sus medios hegemónicos, sus empresas e instituciones– para sostenerlo, apoyarlo, hacerse partícipes y cómplices.
Siempre supimos que las vidas palestinas importan mucho menos que las judías y que las vidas blancas y occidentales en general. Este racismo y doble rasero de Occidente han sido siempre indignantes para el pueblo palestino, pero quedaron más en evidencia tras la invasión rusa de Ucrania: los mismos que durante décadas se negaron a aplicar sanciones, poner límites o pedir cuentas a Israel y calificaron como terrorismo la resistencia palestina contra ocho décadas de ocupación colonial, corrieron a imponer a Rusia todas las sanciones posibles y a brindar a Ucrania armas y apoyo político-diplomático casi ilimitados para “resistir la ocupación”. Pero el doble rasero, la inacción y la complicidad de las élites y los medios occidentales en este año de genocidio en Gaza han alcanzado niveles de indecencia que no creíamos posibles. Como dijo el analista Mouin Rabbani, la única línea roja que Occidente ha trazado es que Israel no pierda la guerra.
La jurista palestina Noura Erakat, en un elocuente artículo sobre las cinco lecciones que aprendimos en este año de genocidio continuado, señala que el racismo es la herramienta que predispone al público para aceptar el exterminio masivo de la población palestina. «En línea con los tropos islamófobos e históricamente antisemitas, los palestinos han sido racializados como extraños que no pueden integrarse en la sociedad occidental y que pretenden imponer su “sharía rastrera”. Están fuera de la modernidad, son demasiado religiosos e intrínsecamente violentos, son una amenaza para los demás e incluso para sí mismos, según los estereotipos coloniales sobre los hombres de color que son peligrosos para sus propias mujeres. Es este marco racial el que también hace aparecer a la palestina como una población sobrante de la que se puede prescindir.»
Tan deshumanizador es este discurso, sigue Erakat, que la indignación por los ataques de Israel contra civiles en Gaza recién se expresó en abril cuando sus víctimas fueron siete integrantes de la organización humanitaria World Central Kitchen. «Nuestras [decenas de miles de] muertes no bastaron para llegar a esa conclusión, ni tampoco los bebés prematuros que se pudrieron en la UCI neonatal, ni la voz de Hind Rajab suplicando que alguien la salvara, ni la imagen de lo que quedaba de los cuerpos de Sidra Hassouna y su familia colgando de la viga de lo que había sido su casa. Los horrores del hospital Al Shifa no eran suficientes: ni los 300 muertos, ni los cadáveres en descomposición devorados por perros y gatos hambrientos, ni los cuerpos ejecutados con las manos atadas atrás, ni la destrucción del mayor hospital del norte; nuestras vidas no fueron suficientes, ni siquiera calificamos para la presunción de inocencia.» Las vidas palestinas están siempre en la zona del ‘no ser’ de la que habla Franz Fanon.
La línea abismal trazada por el colonialismo sionista define quién merece ser tratado como humano y quién no. La deshumanización del colonizado es un requisito previo para ejercer la dominación. En el caso de Palestina, esa deshumanización comienza en las instituciones educativas israelíes, donde se presenta a “los árabes” como una amenaza y un problema que debe ser eliminado (como demostró la pedagoga y académica Nurit Peled-Elhanan[1]). La magnitud de la crueldad genocida que los israelíes ejercen sobre la población palestina, sin un mínimo atisbo de compasión o empatía, solo se explica por esa operación de deshumanización del nativo de piel oscura tan propia de la supremacía blanca y colonial.
El racismo es intrínseco al sionismo
En las últimas décadas –y no sólo en el mundo anglófono– la causa palestina se ha beneficiado del desarrollo de las teorías críticas sobre la raza y los estudios sobre el colonialismo de asentamiento,[2] sobre todo a partir del trabajo del australiano Patrick Wolfe. No obstante, el historiador Ilan Pappé observa que en los años sesenta los académicos palestinos vinculados al Palestine Research Centre de la OLP en Beirut ya comprendieron que se enfrentaban a un proyecto colonial de ese tipo. Es curioso –dice– que durante 20 o 30 años la noción de sionismo como colonialismo de asentamiento desapareciera del discurso político y académico. Reapareció cuando estudios de otras partes del mundo coincidieron en que el sionismo es un fenómeno similar a los movimientos de colonos europeos que fundaron EEUU, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica.[3]
En efecto, señala el historiador Jorge Ramos Tolosa, hay una tendencia cada vez más extendida a analizar la cuestión palestina desde ese marco conceptual. Ello es clave para entender que el origen del problema palestino está en el sionismo como ideología y proyecto político colonialista, racista y supremacista surgido a fines del siglo XIX en Europa del este/central, al calor de los proyectos nacionalistas de la época plasmados en los modernos estados-nación[4]. Hoy en día no solo intelectuales y académicas/os, sino la gran mayoría de la sociedad palestina educada (docentes, periodistas, estudiantes, sindicalistas, activistas de derechos humanos, feministas, ecologistas, etc.) y en particular sus jóvenes generaciones, han incorporado plenamente las categorías de supremacía racial, colonialismo de asentamiento y apartheid para dar cuenta de la opresión sionista y de su lucha para liberarse de ella.
En palabras de Ramos Tolosa: «Como cualquier otro proyecto moderno-contemporáneo colonial europeo, el movimiento sionista establecía y establece una línea abismal (Santos y Meneses, 2014: 21-66) entre el sujeto colonizador blanco, portador de la civilización y el progreso, y el sujeto autóctono no blanco, en este caso palestino, representante de la barbarie y el atraso. Se trata de un aspecto fundamental vinculado a la “lógica binaria de la frontera” (Wolfe, 1994: 98) (…) La construcción de la antítesis o el binomio civilización-barbarie, progreso-atraso, sujeto-objeto o diversidad-homogeneidad, tan estudiada por Aimé Césaire (2006 [1950]), Frantz Fanon (1999 [1961]), Edward Said (2003 [1978]), los estudios poscoloniales, decoloniales y las epistemologías del Sur (Santos y Meneses, 2014), fue clave en el proyecto concreto de colonialismo de asentamiento sionista. Del mismo modo, también lo fue en la construcción general del mundo moderno capitalista, colonialista y cisheteropatriarcal dominado por las epistemologías del Norte. Históricamente y en la actualidad, todo o gran parte del aparato hegemónico cultural, educativo, mediático y político ha establecido estas líneas abismales para justificar el proyecto civilizatorio blanco.»[5]
Podemos rastrear una de las primeras conceptualizaciones del sionismo como racismo –inseparable del colonialismo– en el pensamiento pionero y el incansable trabajo diplomático del destacado intelectual siriopalestino Fayez Sayegh (1922-1980). Como delegado de la misión de Kuwait ante la ONU, durante una década Sayegh encabezó los esfuerzos en la ONU por enmendar el Decenio contra el Racismo para insertar en el texto el término «sionismo» dondequiera que se hablara de apartheid, colonialismo y discriminación racial. Estos esfuerzos culminaron con la aprobación de la Resolución 3379 de la AGNU (de su autoría) que afirmó: “El sionismo es una forma de racismo y discriminación racial”.
Para ponerla en contexto, la Resolución 3379 se aprobó el 10/11/75, casi un año después de la adopción de la Resolución 3236, que reconocía la “Cuestión de Palestina” e invitaba a la OLP a participar en la diplomacia internacional, y la Resolución 3237, que designaba a la OLP como observador no miembro de la AGNU, tras el “discurso de la rama de olivo” de Yasser Arafat. Para disgusto de EEUU, Israel y sus aliados, la resolución fue patrocinada por los Estados árabes y apoyada por el bloque liderado por la Unión Soviética y por una gran parte de los nuevos Estados independientes del Sur Global.
Dieciséis años después de aprobada, Israel exigió su revocación (materializada el 16/12/1991) como condición para participar en la Conferencia de Madrid que iniciaría el nefasto proceso de Oslo. Ya sin la oposición del bloque soviético, EEUU ejerció toda su influencia para garantizar la revocación.[6] Pero como señaló Louis Allday, la Res. 3379, pese a su corta duración, sirvió como reconocimiento mundial de una posición que Sayegh y sus colegas habían defendido incansablemente durante las décadas anteriores y que ya había sido respaldada por varias organizaciones internacionales no occidentales, como el Movimiento de Países No Alineados y la Organización para la Unidad Africana.
Según Allday, una institución vital en estos esfuerzos fue el mencionado Palestinian Research Centre (PRC) de la OLP en Beirut, fundado por Sayegh en 1965, que fue un centro de referencia fundamental en la producción y difusión del pensamiento y la cultura de Palestina. Durante casi dos décadas, el PRC publicó más de 400 obras sobre la causa palestina en múltiples idiomas que se distribuyeron por todo el mundo para alimentar la solidaridad internacional con Palestina. Tras la invasión israelí al Líbano en 1982 y su posterior ocupación, el archivo y la biblioteca del PRC fueron saqueados por las fuerzas israelíes y un bombardeo destruyó su sede en Beirut, matando a 20 personas e hiriendo a docenas más. Estos ataques fueron parte de una ofensiva más grande en la que los israelíes acabaron con la mayoría de las instituciones educativas y culturales palestinas en Líbano.
El libro fermental de Fayez Zayegh: “Zionist colonialism in Palestine” fue la primera publicación del PRC en 1965. Noura Erakat explica que en él Sayegh desarrolló una teoría racial de la colonización sionista, la cual, como instrumento de construcción nacional basada en la eliminación y la anulación jurídica del pueblo palestino, debe entenderse como “eliminación racial”. «Sayegh [dice] que la creencia sionista de que las personas judías constituyen una raza y un pueblo singular, independientemente de su fe o identificación religiosa, produce tres corolarios: autosegregación racial, exclusividad racial y supremacía racial.» Yestos principios constituyen el núcleo de la ideología sionista.
Una simple mirada al índice del libro revela la solidez conceptual de Sayegh. Tras explicar el contexto en el que surge el colonialismo sionista –en un momento histórico en el que paradójicamente colapsaban los proyectos coloniales europeos en Asia y África– y su alianza con el imperialismo británico, así como el papel que jugó la flamante ONU dominada por EEUU para «implantar un Estado extranjero en el nexo territorial entre Asia y África sin el libre consentimiento de ningún país africano o asiático vecino», Sayegh describe los tres componentes que caracterizan al Estado colonial sionista: el racismo (expresado en exclusividad y autosegregación racial) que convierte a la sociedad colona en foránea y ajena a la región donde se implanta; la violencia y el terrorismo como método para expulsar a la población árabe nativa; y la continua expansión territorial de “Eretz Israel” hacia nuevos territorios árabes.
Afirma Sayegh: «El racismo no es un rasgo adquirido del Estado colonial sionista. Tampoco es un rasgo accidental y pasajero de la escena israelí. Es congénito, esencial y permanente. Porque es inherente a la propia ideología del sionismo y a la motivación básica de la colonización sionista y la creación del Estado judío. (…) El impulso primordial del colonialismo sionista es la búsqueda de la “autorrealización nacional” por parte de la “nación judía”, mediante la reagrupación territorial y la independencia estatal. La autosegregación racial es, por tanto, la quintaesencia del sionismo.»
Sayegh señala que por su propia naturaleza la autosegregación racial rechaza la integración o asimilación; más aún, los líderes sionistas consideraban que ésta era el principal enemigo del sionismo, más que el ‘antisemitismo’ (léase: judeofobia). La asimilación a las sociedades no judías supone la pérdida de la identidad judía y el preámbulo de la “disolución” y “eliminación” de la “nación judía”. Por la misma lógica, la autosegregación exige pureza y exclusividad racial y rechaza la coexistencia entre comunidades judías y no judías, ya sea en la tierra de su asentamiento como en las sociedades “gentiles” occidentales.
Esto explica el imperativo de que las personas judías del mundo abandonen su “exilio” y “retornen” a “la tierra de Israel”, así como la política de rigurosa separación que caracterizó su asentamiento en Palestina: la implantación de comunidades autosegregadas, el llamado a boicotear y excluir la mano de obra árabe y la construcción de un proto Estado (con sus milicias armadas) paralelo a la sociedad palestina existente en el período otomano y bajo el mandato británico. Pero la supremacía sionista no se contentaba con eso: la separación era vista como una etapa inicial determinada por la correlación de fuerzas; el objetivo primordial a realizar en una etapa posterior era la expulsión de la población árabe de su tierra ancestral.[7]
Esto distingue a la colonización sionista de otros proyectos coloniales europeos basados en la jerarquía y la dominación racial, donde la población nativa es discriminada y considerada inferior, pero también útil, y por tanto requiere alguna forma de coexistencia en el mismo territorio. La colonización sionista, en cambio, era esencialmente incompatible con la existencia de la población nativa en el país codiciado. Afirma Zayegh: «En ningún lugar de Asia o África, ni siquiera en Sudáfrica o Rodesia, se ha expresado el supremacismo racial europeo con un celo tan apasionado por la exclusividad racial y por la expulsión física de las poblaciones “nativas” fuera de las fronteras del Estado-colono como lo ha hecho en Palestina bajo la compulsión de las doctrinas sionistas.»
Y remata: «El concepto sionista de la “solución final” al “problema árabe” en Palestina, y el concepto nazi de la “solución final” al “problema judío” en Alemania, contenían esencialmente el mismo ingrediente básico: la eliminación del elemento humano no deseado. La creación de una “Alemania libre de judíos” fue buscada por el nazismo a través de métodos más despiadados e inhumanos que la creación de una “Palestina libre de árabes” llevada a cabo por los sionistas; pero tras la diferencia de técnicas subyace una identidad de objetivos.» Quizás ante el genocidio en curso en Gaza, Zayegh habría hablado de diferencia de magnitud más que de técnicas.
El largo camino para reconocer el apartheid
En septiembre de 2001 tuvo lugar en Durban, Sudáfrica, la Conferencia Mundial contra el Racismo presidida por la Alta Comisionada para los DDHH de la ONU, la irlandesa Mary Robinson. En paralelo a la conferencia oficial, como es habitual se realizó un Foro de ONG con más de 6000 participantes. En ambos eventos –así como en el proceso preparatorio y en el posterior de seguimiento– la delegación palestina logró comunicar con solidez y eficacia el carácter racista del régimen israelí y denunciar su sistema de apartheid. Si bien la presión de Israel y EEUU –que optaron por retirarse de la conferencia oficial acusándola de antisemita– logró que esas denuncias fueran omitidas en la Declaración y el Programa de Acción resultantes de la conferencia oficial[8], Durban significó un momento de inflexión en la larga marcha de la sociedad civil palestina hacia la toma de conciencia internacional sobre el apartheid israelí. Esto quedó reflejado en la Declaración y el Programa de Acción del Foro de ONG, que sí acusó a Israel de imponer al pueblo palestino una ocupación militar colonialista y discriminatoria que viola su derecho humano fundamental a la autodeterminación y pidió «el lanzamiento de un movimiento internacional contra el apartheid israelí como el que se puso en marcha contra el apartheid de Sudáfrica».
Aunque el resultado de Durban fue ofuscado por los atentados a las Torres Gemelas, en las décadas siguientes se produjeron avances gracias a los informes y el trabajo incansable de las organizaciones palestinas de DDHH y del movimiento BDS (constituido en 2005).[9] Esos esfuerzos se plasmaron en una sucesión de informes de entidades académicas, de derechos humanos y de la ONU que reconocieron y describieron pormenorizadamente el apartheid israelí, reflejando un consenso internacional creciente que cada año suma nuevas adhesiones. Podemos mencionar, entre otros: el Consejo de Investigación de Ciencias Humanas de Sudáfrica (2009), el Tribunal Russell sobre Palestina (2011), las ONG israelíes Yesh Din (2020) y B’Tselem (2021), Human Rights Watch (2021)[10], Amnistía Internacional (2022); un número creciente de iglesias cristianas[11], principalmente de América del Norte; ex gobernantes, personalidades políticas y de la cultura de Asia, África y América Latina; a nivel de la ONU, el Comité para la eliminación de la Discriminación Racial (2012 y 2019), la Comisión Económica y Social para Asia Occidental (2017)[12], los ex Relatores Especiales para los DDHH en Palestina: John Dugard (2007), Richard Falk (2014), Michael Lynk (2022) y la actual Relatora Francesca Albanese (2022).
Es indudable que un factor clave para hacer visible el apartheid israelí fue la Ley Básica (de carácter constitucional) del Estado-Nación Judío, aprobada por la Knesset en 2018, la cual afirma en su artículo 1 que “El ejercicio del derecho a la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío[13]. Y en el artículo 7 dice que la colonización del territorio es un objetivo nacional y el Estado la impulsará activamente.
Todos los informes dejan claro que el delito de apartheid, si bien debe su nombre afrikáner al régimen racista de Sudáfrica, está codificado en el derecho internacional. La Convención Internacional contra el Crimen de Apartheid (1973) y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (en vigencia desde 2002) definen el apartheid como un crimen contra la humanidad que consta de tres elementos principales: 1) la intención de mantener la dominación de un grupo racial sobre otro; 2) un contexto de opresión sistemática por parte del grupo dominante sobre el grupo oprimido; 3) actos inhumanos cometidos por el primero hacia el segundo. Y adoptan de la Convención Internacional contra la Discriminación Racial (1965) su definición amplia de grupo racial, que comprende no solo los rasgos genéticos, sino también la ascendencia y el origen nacional o étnico.[14]
Sin desconocer estos avances notables, las críticas palestinas han señalado que los informes de las ONG israelíes e internacionales omiten decir que el apartheid es inseparable del colonialismo, y que la base de ambos es el sionismo como ideología racista y supremacista. El Adalah Justice Project (ONG palestina con sede en EEUU) preguntó: «¿Es posible acabar con el apartheid sin acabar con el proyecto colonial de asentamiento sionista?». Y la académica Lana Tatour afirmó: «Negarse a reconocer los fundamentos raciales del sionismo cuando se habla del apartheid israelí es como negarse a abordar la supremacía blanca cuando se habla del movimiento Black Lives Matter.» En cambio sí mencionan esos vínculos los informes de las organizaciones palestinas, así como los de John Dugard y Francesca Albanese.
Este consenso internacional supone un salto cualitativo en dos sentidos: en primer lugar, implica reconocer que Israel impone desde 1948 un sistema de dominación, segregación y discriminación en todo el territorio de la Palestina histórica (no solo en los ocupados en 1967) y sobre los distintos grupos y estatutos jurídicos en que mantiene fragmentada a la población palestina: a la minoría con ciudadanía israelí, con menos derechos que la mayoría judía[15]; en los territorios ocupados sin ningún derecho; y en el exilio sin permitirle regresar. Afirma B’Tselem: «En toda la región entre el Mar Mediterráneo y el río Jordán, el régimen israelí implementa leyes, prácticas y violencia estatal con un diseño destinado a cimentar la supremacía de un grupo: el judío, sobre otro: el palestino.» Y Amnistía Internacional: «Casi todas [las autoridades] de Israel, así como las instituciones […] participan en la aplicación del sistema de apartheid contra la población palestina en todo Israel y los territorios palestinos ocupados, y contra la población refugiada palestina y sus descendientes fuera del territorio».[16]
En segundo lugar, reconocer que Israel impone un régimen de apartheid sobre el pueblo palestino implica dejar de lado el falaz paradigma del “proceso de paz” instalado en los noventa para llegar a un hipotético pseudo Estado palestino en una partecita de los territorios ocupados en 1967. El paradigma adecuado es el de la descolonización y el desmantelamiento del apartheid; y la vía para materializarlo no son las negociaciones, sino las sanciones. Si quedaba alguna duda, lo que el régimen fascista de Israel está haciendo desde el 7/10/23 en Gaza, Cisjordania, Líbano y más allá ha acabado con ella.
En esta misma línea, la Opinión Consultiva emitida por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) el 19/7/24 reafirmó la ilegalidad de la ocupación, colonización y anexión del territorio palestino ocupado por Israel y reconoció que este país impone un régimen de discriminación, segregación y apartheid sobre el pueblo palestino. Y al afirmar que ese régimen ilegal debe ser desmantelado de inmediato, la CIJ echó por tierra el tramposo consenso de Oslo impuesto por EEUU e Israel, según el cual la solución definitiva al “conflicto” debe ser el producto de negociaciones (una receta segura para perpetuar el statu quo, ya que Israel ha demostrado no tener la menor intención de negociar ni devolver nada). Como expresó la analista Diana Buttu: «Durante décadas las palestinas hemos dicho que el régimen israelí es ilegal, y nos decían: “Está bien, pero tienen que negociar con su ocupante.” Es como decirle a una persona que es abusada que tiene que negociar con su abusador, en lugar de reconocer que el abuso tiene que parar; y que no existe eso de negociar con tu abusador.»
No menos importante es el énfasis que la CIJ puso en las obligaciones que tienen los Estados de no reconocer ese régimen ilegal, de no colaborar ni asistir para mantenerlo y de tomar medidas eficaces para contribuir a ponerle fin. En palabras del experto en Derecho Internacional Craig Mokhiber, el máximo órgano de la ONU afirmó que el BDS no sólo es un derecho, sino una obligación. Por si fuera poco, ese contundente dictamen de la CIJ fue respaldado por una amplia mayoría (124 votos) de la Asamblea General de la ONU el 18/9/24 en su resolución A/RES/ES-10/24. Y el 18/10/24 la Comisión Internacional Independiente de Investigación de la ONU sobre el Territorio Palestino Ocupado (CIIIONU) del Consejo de DDHH presentó ante la Asamblea General un análisis legal y una serie de Recomendaciones a Israel, a la ONU y a los Estados parte para implementar las obligaciones establecidas por el dictamen de la CIJ.
En octubre de 2024 la Relatora Especial Francesca Albanese presentó su segundo informe de este año, titulado “El genocidio como supresión colonial” (el anterior fue “Anatomía de un genocidio”). En la misma línea que las instancias mencionadas arriba, Albanese afirma que las declaraciones y actos de los dirigentes israelíes reflejan una intención y una conducta genocidas, y que «el genocidio en curso es consecuencia del estatus excepcional y la impunidad prolongada que se han concedido a Israel, el cual ha violado sistemática y flagrantemente el derecho internacional, incluidas las resoluciones del Consejo de Seguridad y las decisiones de la Corte Internacional de Justicia. Esto ha alentado la arrogancia de Israel y su incumplimiento del derecho internacional. Como ha advertido el Fiscal de la Corte Penal Internacional, “si no demostramos nuestra voluntad de aplicar la ley por igual, si se percibe que se aplica de forma selectiva, estaremos creando las condiciones para su colapso completo; este es el verdadero riesgo al que nos enfrentamos en este peligroso momento”.» En sus Recomendaciones, Albanese recoge las demandas de la sociedad civil palestina y la comunidad internacional de derechos humanos: embargo militar y otras sanciones; reactivación del Comité Especial contra el Apartheid de la ONU; posible suspensión a Israel de la ONU; investigación en tribunales nacionales aplicando la jurisdicción universal y por el Fiscal de la CPI de los crímenes de apartheid y genocidio cometidos por los dirigentes israelíes.[17]
Si hay esperanza, viene de abajo
A pesar de estos importantes desarrollos, el abismo entre las declaraciones y los hechos, o entre el derecho y la fuerza, nunca ha sido tan escandaloso. Nunca como este año había quedado tan claro que las potencias occidentales, en su afán por garantizar la impunidad de su enclave colonial, están dispuestas a sacrificar todo el edificio del Derecho Internacional construido durante 80 años; y que los tribunales y las leyes internacionales creadas por el Norte global/occidental aplican para algunos, pero no para otros.[18] Y nunca había sido tan evidente, también, el abismo que siempre ha existido entre los gobiernos cómplices de Israel y el sentir mayoritario de los pueblos del mundo, que llevan un año movilizándose masivamente en los cinco continentes en apoyo al pueblo palestino.
En efecto, tras un año de genocidio transmitido en directo, la credibilidad y la relevancia del sistema de la ONU están al borde del colapso. En septiembre, la apertura del 79° período de sesiones de la Asamblea General estuvo marcada por este escándalo ético, político y jurídico. Una treintena de expertas/os independientes del Consejo de DDHH (Relatoras/es Especiales e integrantes de Grupos de Trabajo) lanzaron una dura advertencia: «El mundo está en el filo de la navaja: o avanzamos colectivamente hacia un futuro de paz justa y legalidad, o nos precipitamos hacia la anarquía y la distopía, y hacia un mundo en el que la fuerza hace el derecho». El grupo pidió a todos los Estados que actúen con decisión e impongan un embargo militar y otras sanciones a Israel para que el pueblo palestino, libre de apartheid y genocidio, pueda ejercer plenamente sus derechos inalienables. No hacerlo «pondrá en peligro todo el edificio del derecho internacional y del Estado de derecho», afirmó.
A su vez, una gran mayoría de representantes de los países del Sur Global dejó clara la necesidad de un multilateralismo renovado basado en una ONU que defienda la igualdad, la justicia y el Estado de derecho; varios Estados hicieron propuestas concretas, como la reforma y democratización del Consejo de Seguridad y la potenciación de la Asamblea General, a fin de «renovar» el sistema internacional que actualmente está dominado por el Occidente colonial.
A principios de septiembre, la sociedad civil palestina publicó un nuevo llamamiento a movilizarse para hacer cumplir el dictamen de la CIJ, titulado “¡Sanciones ahora!”, donde pide que se ejerza la máxima presión popular y ciudadana sobre los Estados, la ONU y los organismos regionales para:
– Imponer inmediatamente un embargo militar total a Israel que incluya la exportación, la importación y la transferencia de armas y equipamiento militar, así como el fin de todas las demás formas de cooperación militar (entrenamiento, investigación conjunta, inversiones, etcétera).
– Imponer sanciones selectivas legales contra Israel, incluyendo diplomáticas, económicas y financieras.
– Poner fin inmediatamente a todas las demás formas de complicidad con la ocupación militar ilegal israelí, con su genocidio cada vez más brutal en Gaza y con la causa fundamental de todo esto: los 76 años del régimen israelí de colonialismo de asentamiento y apartheid.
– Reactivar el Comité Especial contra el Apartheid de la ONU para ayudar a erradicar el régimen de apartheid israelí y hacer que sus responsables rindan cuentas.
– Suspender a Israel de la ONU y despojarlo de sus privilegios y derechos de membresía, al igual que se hizo con la Sudáfrica del apartheid.
– Suspender a Israel de los Juegos Olímpicos, de la FIFA y de todos los foros y los eventos internacionales y regionales de este tipo, al igual que se hizo con la Sudáfrica del apartheid.
En octubre el movimiento BDS lanzó una campaña mundial invitando a escribir al Presidente de la Asamblea General de la ONU solicitando que Israel sea suspendido del organismo sin más demora. Si algo ha enseñado el movimiento BDS en sus 20 años de existencia es que no podemos esperar que los Estados lideren el cambio: son la sociedad civil organizada y los movimientos populares los que deben tomar la iniciativa impulsando campañas de boicot y desinversión, presionando desde abajo a los gobiernos para que impongan sanciones, e incluso interviniendo en las campañas electorales para obligar a las y los candidatos a tomar posición y hacerles sentir que la misma influirá en sus resultados.
Por eso, en lugar de especular sobre si Israel acatará por fin las resoluciones de la CIJ y de la Asamblea General o seguirá ignorándolas impunemente, debemos preguntarnos: ¿vamos a acatarlas nosotras/os? ¿Vamos a presionar de manera sostenida y efectiva para obligar a nuestras ilustradas democracias occidentales a cumplir con las obligaciones emanadas de la ONU de poner fin a las relaciones de complicidad con el régimen ilegal israelí? La respuesta está en nuestras manos.
En palabras de Saleh Hijazi, integrante del movimiento BDS: «Dado el genocidio que Israel está cometiendo –retransmitido en directo y permitido por Occidente– contra 2.3 millones de gazatíes, como pueblo originario de Palestina creemos más que nunca que para alcanzar nuestro derecho inalienable a la autodeterminación, la justicia y el retorno de nuestra población refugiada, debe desmantelarse todo el régimen de opresión colonial israelí. Acabar con la complicidad estatal, corporativa e institucional con este régimen es la forma más efectiva y significativa de solidaridad internacional con la lucha de liberación palestina.»
[1] Palestina en los libros escolares de Israel (2017). Buenos Aires: Canaán.
[2] “Settler colonialism” también suele traducirse como colonialismo de poblamiento, o de sustitución de población.
[3] Al igual que con la Nakba (que solo fue re/conocida cuando los llamados “nuevos historiadores israelíes” hablaron de ella), la colonialidad del saber hace que para ser tenida en cuenta la palabra palestina –como la de todo pueblo colonizado y racializado en lucha contra la narrativa hegemónica del vencedor– tiene que ser validada por voces occidentales autorizadas.
[4] El historiador palestino Nur Masalha (2011) ha señalado las similitudes entre el sionismo y el nacionalismo volkeisch desarrollado en Alemania entre fines del XIX y principios del XX, de carácter conservador, etnocéntrico y antiliberal, que ponía el acento en los lazos de sangre y la singularidad del carácter nacional alemán.
[5] No es posible en este artículo profundizar en los aportes fundamentales que han hecho a esta temática los autores mencionados por Ramos Tolosa. Recomiendo al menos dos trabajos incluidos en el libro “La cuestión de Palestina. Aportes a 10 años de la creación de la Cátedra Libre de Estudios Palestinos Edward Said (UBA)”: Racismo y subjetividad en las obras de Frantz Fanon, de Mariela Torres Flores, y Aconteceres posibles para la liberación del Ser: la tríada Said-Fanon-Césaire. Disciplinamiento, sujetización y lenguaje, de Verónica Seghezzo. (2019, Nueva Editorial Canaán, Buenos Aires).
[6] Hasta hoy sigue siendo la única resolución de la Asamblea General de la ONU que corrió esa suerte.
[7] Escribe Zayegh: «Mientras se vieron impotentes para desalojar a los árabes autóctonos de Palestina (la inmensa mayoría de la población del país), los colonos sionistas se contentaron con aislarse de la comunidad árabe e instituir un boicot sistemático de los productos y la mano de obra árabes. En consecuencia, desde los primeros días de la colonización sionista, se estableció el principio de que en las colonias sionistas sólo se emplearía mano de obra judía. La Agencia Judía, el Fondo Nacional Judío, el Fondo de la Fundación Palestina y la Federación Judía del Trabajo velaron por la observancia de ese principio fundamental de la colonización sionista.»
[8] Pese a ello, y como explica el jurista estadounidense Richard Falk, Israel y EEUU continuaron satanizando todo el proceso de seguimiento de Durban y presionando a sus aliados para hacer lo mismo; esto quedó en evidencia en la conferencia de 2021 que conmemoró los 20 años de Durban.
[9] Ejemplos destacables son el documento estratégico presentado por la sociedad civil palestina liderada por el movimiento BDS para la Conferencia de Revisión de Durban (Ginebra, 2009) y el informe de Al Haq y otras organizaciones palestinas de DDHH: “Israeli Apartheid: a Tool of Zionist Settler-Colonialism” (2022).
[10] En 2001 HRW había rechazado enfáticamente la Declaración del Foro de ONG de Durban que denunció el apartheid israelí. 20 años después, su informe de más de 200 páginas fue el más exhaustivo publicado hasta esa fecha.
[11] El proceso ha sido liderado por el movimiento ecuménico palestino Kairós Palestina, que desde 2009 ha llamado al BDS; en 2022, junto a su coalición internacional Global Kairos for Justice, publicó un “Dossier sobre el Apartheid Israelí: un llamado urgente a las iglesias del mundo”.
[12] Por presión de Israel, el Secretario General de la ONU obligó a retirar el informe del sitio de la CESPAO, lo cual motivó la renuncia de su Directora, la jordana Rima Khalaf. No obstante, conceptos claves expuestos allí, como el de ingeniería demográfica, han sustentado los informes posteriores.
[13] En efecto, en Israel solo las personas judías detentan la nacionalidad, y ella determina derechos y privilegios que se niegan a la población no judía (entre ellos, el acceso al 93% de la tierra, destinada solo para las comunidades judías).
[14] El informe de HRW atribuye además a Israel el crimen de lesa humanidad de persecución, tal como lo define el Estatuto de Roma: la privación grave de derechos fundamentales a un grupo racial, étnico o de otro tipo, con intención discriminatoria.
[15] La base de datos elaborada por la ONG Adalah reúne (y actualiza) más de 65 leyes que discriminan a la población no judía dentro del Estado de Israel.
[16] Ya en 2011 sostuvo el Tribunal Russell: “Desde 1948, las autoridades israelíes han ejercido políticas concertadas de colonización y de apropiación de tierras palestinas. Mediante sus leyes y prácticas, el Estado de Israel ha dividido a las poblaciones israelí-judía y palestina, y les ha asignado espacios físicos distintos. El nivel y la calidad de las infraestructuras, los servicios y el acceso a los recursos varían según el grupo al que se pertenece. Todo esto desemboca en una fragmentación territorial generalizada y en la creación de una serie de reservas y enclaves separados, así como en una segregación de los dos grupos. (…) esta política se describe oficialmente en Israel con el término ‘hafradá’, que en hebreo significa ‘separación’.”
[17] También pide a la CIIIONU que investigue la intención y las prácticas israelíes de eliminación dirigidas contra el conjunto de la población palestina: bajo ocupación, refugiada y con ciudadanía israelí (“prueba del triple enfoque”).
[18] «Nunca más permitiremos a Occidente darnos lecciones sobre Derecho Internacional y moralidad. Y no aceptaremos sus excusas.» decía indignado el teólogo cristiano palestino Munther Isaac a líderes e iglesias de EEUU en la gira que hizo en agosto por ese país.
Por María Landi
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