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Durante el 2018, las movilizaciones sociales impulsadas y lideradas por la juventud chilena han regresado a la palestra pública. La más reciente ola de protestas viene siendo convocada desde el feminismo: en un primer momento (durante el mes de mayo), en respuesta a la continuidad de las denuncias por discriminación y acoso sexual en ámbitos universitarios -el pico más alto de esta fase fue la toma Facultad de Derecho de la Universidad de Chile- para reactivarse, hace pocas semanas, en torno al lema “tres causales no bastan”, con movilizaciones que demandan la modificación de la ley de aborto para garantizar el aborto libre, legal, gratuito y seguro.
Una característica común de estas dos tandas de movilizaciones es que las actividades más intensas, en términos comunicacionales, y más confrontativas, en términos políticos, se desarrollan en colegios y universidades, y son lideradas por estudiantes. La Federación de Estudiantes de Chile (FECh) reconoció que el nivel de movilización “los desbordó”, teniendo incluso repercusiones a lo interno de la organización: la ola feminista derivó en la renuncia del presidente de la FECh y el posterior nombramiento de una nueva presidenta[i].
¿Podemos interpretar este nivel de politización y radicalización de la protesta como un “espasmo” derivado de la serie de protestas feministas regionales?
Aunque es cierto que el feminismo como temática se ha potenciado en la región, el hecho de que estas movilizaciones estén tan sectorizadas etariamente responde más bien a un proceso local de politización de la juventud, un proceso que viene construyéndose en Chile durante los últimos quince años y que ha tenido como eje las reivindicaciones estudiantiles.
En abril de este año, la FECh convocó a la primera marcha estudiantil del segundo Gobierno de Piñera. Bajo el lema “Chile ya decidió, no más lucro”, se lograron niveles de movilización similares a los del 2011, cuando los estudiantes -principalmente universitarios, con la posterior incorporación de estudiantes secundarios- realizaron una serie de protestas (tomas de colegios, universidades y un paro nacional) que derivaron en negociaciones con el Gobierno para la reforma del sistema educativo.
A su vez,  las protestas del 2011 encontraron su precedente en la llamada “Revolución de los pingüinos”[ii] del 2006, cuando estudiantes de nivel secundario lideraron las primeras movilizaciones masivas convocadas desde la juventud en el período posterior a la dictadura. En el orden cronológico de estas manifestaciones podemos leer el recorrido de una generación: quienes participaron como secundarios en el 2006, participaron como universitarios en el 2011. Ahora, en el 2018, quienes permanecieron en el ámbito de la actividad política hacen vida en los espacios formales de participación. De aquí provienen diputados y diputadas (como Karol Cariola y Camila Vallejo), el actual alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp, y gran parte de quienes constituyeron el Frente Amplio (como Gabriel Boric y Giorgio Jackson).
La incorporación de estos actores a los espacios tradicionales de participación representa una fractura, un quiebre, en lo que venía constituyéndose como el ámbito político postdictatorial. Los gobiernos de la concertación instauraron en Chile la lógica del consenso, del pacto nacional: no hubo (ni ha habido todavía) un corte radical con la estructura de Estado y el modelo económico impuesto por Pinochet. Al plantear la negociación como estrategia política –a un nivel macro, recordemos que la salida de la dictadura se logra por referéndum (y con una brecha no tan amplia entre las dos opciones)- la protesta social se diluye bajo la excusa del diálogo y la reconciliación nacional.
Así, la década de los noventa en Chile se caracterizó por el apaciguamiento de las movilizaciones juveniles, lo que tiende a interpretarse como un período de despolitización de la juventud, llegando a referirse a una generación perdida, desencantada, en contraste con las juventudes anteriores. En los 70, las movilizaciones estudiantiles (que derivaron en la Reforma Universitaria)[iii] sentaron un precedente fundamental para la constitución del proyecto de la Unidad Popular y durante la década de los 80 –y finales de la década de los 70- el espacio natural de participación política de la juventud fue la resistencia a la dictadura. Sobre la década de los 90, autores como Moulian y Guattari se refieren a “una sociedad petrificada a nivel de estructuras, pero con una fuerte reconfiguración sociocultural a nivel de su tejido molecular”.[iv] El “tejido molecular” está constituido por “una amplia gama de pequeños grupos e inteligencias colectivas” que interactúan “para resistir a las formas de representación estandarizadas”. Amparado en una estructura estatal sólida, el estándar chileno había excluido –a través de veinte años de represión- a las personas jóvenes de los espacios de representación, lo que empezó a gestar nuevas y alternativas formas de participación, distantes de lo que tradicionalmente se reconoce como participación política.
Esto tuvo consecuencias claras en la inclusión de la juventud en el juego democrático: entre 1997 y el año 2000 la inscripción de jóvenes en el registro electoral disminuyó casi en 30 puntos porcentuales.[v]Sin embargo, la implosión que significó la “Revolución de los pingüinos” en el 2006 demuestra que, efectivamente, el proceso de re-politización de la juventud se gestaba, así no se manifestara en la inscripción electoral: el desencanto no era por la política, sino por las formas de participación avaladas por el sistema.
Las movilizaciones masivas y la toma de colegios y universidades, demuestran que la juventud chilena está, sin duda, politizada, pero no en torno a partidos ni al juego electoral. Sobre este proceso, la Octava Encuesta Nacional de Juventud (2015)[vi] dispara un indicador que, sin ser una cifra, sirve para contextualizar la lectura formal que se realiza desde las instituciones sobre las nuevas formas de participación. Sobre las consecuencias de las transformaciones del país en las últimas décadas, dice que han generado “un nuevo tipo de ciudadano, que aunque menos politizado que en el pasado, se muestra más consciente de sus derechos y dispuesto a exigir el cumplimiento de éstos”.
¿Por qué la consciencia y la exigencia de los derechos no es considerado politización? Al parecer, las formas de la juventud no satisfacen las expectativas de politización que exige el sistema, pero vale la pena acotar que el sistema tampoco satisface las expectativas de la juventud: el 42% de la población joven indica estar insatisfecha o muy insatisfecha con la democracia en Chile, una cifra que, según la misma encuesta, ha ido en aumento (“el porcentaje de jóvenes insatisfechos con la democracia en Chile ha aumentado considerablemente, desde un 27% en 2009 a un 42% en 2015”).
 ¿Cómo dialogar desde el Estado con esta percepción de la democracia y las nuevas formas de politización? He aquí un reto clave para los nuevos progresismos chilenos, representado en los rostros de quienes se formaron en las movilizaciones sociales de la primera década del 2000 y que hoy se han incorporado a los espacios formales de la política. Un dato fundamental para este posible diálogo es el componente de clase: según la última Encuesta Nacional de Juventud (2015) el 51% de los jóvenes vive en hogares de los estratos C2 y C3 (clase media) y el 44% en hogares pertenecientes a los estratos D y E, mientras que solo el 5% restante pertenecen al grupo socioeconómico ABC1.
Otro dato fundamental es que las protestas se enlazan con una agenda política. A diferencia de lo que ha pasado en Nicaragua o en algunas de las protestas en Venezuela, para los y las jóvenes que protagonizan las movilizaciones de calle en Chile la movilización social y la confrontación con las autoridades han sido –por momentos- una vía, pero no el fin en sí mismo. Hay que cuidar la tentación de interpretar a la ligera el verbo de Allende. Si bien ser joven y no ser revolucionario puede ser una contradicción hasta biológica, ser joven y protestar no se traduce forzosamente en “ser revolucionario”. La protesta sin propuesta es solo eso: protesta.
En Chile, el proyecto político de la juventud está latente y tiene propuestas concretas: educación gratuita y pública, ampliación de la ley del aborto, penalización efectiva del acoso sexual y fin de la discriminación por género. Esto “sube la vara” en términos del alcance que debe tener la respuesta de quienes han asumido los espacios de representación. Acá no se trata de capitalizar el descontento con el Gobierno de turno, sino que plantea el reto de construir un proyecto político que incluya las agendas pendientes y garantice la posibilidad de ejecutarlas, aún desde estructuras estatales que no están diseñadas para eso.

[ii] Se adopta este término por el aspecto que otorga el uniforme de los estudiantes de la secundaria
[iv] Zarzuri, Raúl y Ganter, Rodrigo. Culturas Juveniles, Narrativas Minoritarias y Estéticas del Descontento. LOM ediciones, 2002, P. 38
[v]  Ib. Ídem. P. 35

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