Manuel Taibo
El 2 de abril de 1982, Argentina invadió las islas Malvinas, un vestigio del dominio colonial británico. La guerra de las Malvinas (o de las Falkland, para los anglosajones) pasaría a la historia como una batalla sanguinaria pero bastante menor. En aquel entonces, las Malvinas no tenían una importancia estratégica aparente. Aquel grupúsculo de islas situadas frente a la costa argentina estaba a miles de kilómetros de Gran Bretaña y resultaba costoso de vigilar y mantener. Tampoco tenían mucha utilidad para Argentina, aunque la idea de tener aquella avanzaba británica en sus aguas oceánicas era considerada una afrenta a su orgullo nacional. El legendario escritor argentino Jorge Luis Borges resumió aquella disputa territorial como "una pelea entre dos calvos por un peine".
Desde el punto de vista militar, aquella batalla de once semanas de duración no parece haber tenido apenas relevancia histórica. Sin embargo, se ha pasado por alto el impacto de aquel conflicto bélico sobre el proyecto pro libre mercado, que fue enorme: la guerra de las Malvinas fue la que proporciono a Thatcher la tapadera política que necesitaba paras instaurar, por primera vez en la historia, un programa de transformación capitalista radical en una democracia liberal occidental.
Ambos bandos del conflicto tenían sus motivos para desear una guerra. En 1982, le economía argentina se hundía bajo el peso de la deuda y la corrupción, y las campañas de defensa de los derechos humanos ganaban fuerza. El nuevo gobierno de la Junta Militar, encabezado por el general Leopoldo Galtieri, calculó que el único sentimiento más poderoso que la ira despertada por la continuada represión antidemocrática era el sentimiento antiimperialista, que Galtieri supo azuzar y canalizar contra los británicos por la negativa de éstos a ceder las islas a los argentinos. La Junta no tardó en hacer ondear la bandera albiceleste de Argentina sobre aquel reducto rocoso y, con ello, arrancó el inmediato y entusiasmado aplauso del país entero.
Cuando llegó la noticia de que Argentina había recuperado las Malvinas, Thatcher se dio rápidamente cuenta de que aquélla era una oportunidad para intentar a la desesperada dar la vuelta a su fortuna política e, inmediatamente, adoptó una actitud churchilliana de batalla. Hasta aquel momento, el único sentimiento que había traslucido de la primera ministra con respecto a las Malvinas era la molestia que le producía la carga económica que aquellas islas suponían para las arcas del Estado. Había reducido las subvenciones destinadas al archipiélago y había anunciado también recortes importantes en la Armada, incluyendo los buque de guerra que vigilaban las Malvinas medidas todas ellas que fueron interpretadas por los generales argentinos como señales claras de que Gran Bretaña estaba dispuesta a ceder el territorio. (Uno de los biógrafos de Thatcher definió la política de ésta sobre las Malvinas como "una invitación en la práctica a que Argentina invadiese las islas".) En los prolegómenos del conflicto bélico, desde todo el espectro político se alzaron voces críticas que acusaban a Thatcher de utilizar al ejército para sus propios fines políticos. El parlamentario laborista Tony Benn dijo: "Cada vez parece más evidente que lo que está en juego no son las islas Malvinas, sino la reputación de la señora Thatcher". Y el conservador Financial Times señaló: "Lo deplorable es que el tema se esté entremezclando rápidamente con toda una serie de diferencias políticas dentro de la propia Gran Bretaña que no tienen nada que ver con el asunto en cuestión. No se trata sólo del orgullo del gobierno argentino, sino también de la posición —puede que, incluso, de la supervivencia— del gobierno Tory en Gran Bretaña".
Pero, pese a estos sanos ejercicios de cinismo en los momentos previos, desde el instante mismo en que se desplegaron oficialmente las tropas, el país se vio invadido por lo que un borrador de resolución del Partido Laborista denominó un "espíritu patriotero y militarista" que hizo que el episodio de las Malvinas fuese visto como la explosión de gloria final del desvanecido imperio británico. Thatcher ensalzó aquel "espíritu de las Malvinas" que se había apoderado de la nación (y que se había traducido, en la práctica, en que los anteriores gritos de "¡Abajo la bruja!" se sustituyeran por la venta masiva de camisetas con la leyenda "¡Que se lo metan por la Junta!"). Ni Londres ni Buenos Aires realizaron ningún intento serio de evitar una confrontación. Thatcher hizo caso omiso de la ONU como, de un modo muy similar, lo harían Bush y Blair en los momentos previos a la guerra de Irak, mostrando un desinterés absoluto por cualquier tipo de sanción o de negociación alternativa. El único resultado que interesaba a cualquiera de los dos bandos era una gloriosa victoria final.
Thatcher luchaba por su futuro político y triunfó espectacularmente. Tras la victoria de las Malvinas, que se cobró las vidas de 255 soldados británicos y de 655 argentinos, la primera ministra fue aclamada como héroe de guerra y su sobrenombre de "Dama de hierro" se transformó de insulto en alabanza. Similar transformación se produjo en sus cifras en los sondeos de opinión. Su índice de aprobación personal creció hasta ser más del doble que antes del inicio de la batalla: del 25% inicial se pasó al 59% del final, lo que allanó el camino para la decisiva victoria que obtendría en las elecciones del año siguiente.
La contrainvasión de las Malvinas por parte del ejército británico recibió el nombre en código de Operation Corporate ("Operación Empresario") y, si bien se trataba de un nombre extraño para una campaña militar, resultó ser profético. Thatcher empleó la enorme popularidad que aquella victoria le había valido para emprender, precisamente, el tipo de revolución corporativista cuya imposibilidad había manifestado a Hayek antes de la guerra. Cuando los mineros del carbón fueron a la huelga en 1984, Thatcher proyectó el enfrentamiento como una continuación de la guerra contra Argentina que requería de una solución similarmente brutal. En unas famosas declaraciones, Thatcher dijo: "Tuvimos que luchar contra el enemigo exterior en las Malvinas y ahora tenemos que luchar contra el enemigo interior, que es mucho más difícil de combatir pero que resulta igual de peligroso para la libertad".
En Gran Bretaña, Thatcher se valió de sus victorias sobre los argentinos y sobre los mineros para imprimir un gran salto adelante a la aplicación de su programa económico radical. Entre 1984 y 1988, el gobierno privatizó, entre otras empresas, British Telecom, British Gas, British Airways, la British Airport Authority y British Steel, y vendió su participación en British Petroleum.
Thatcher había necesitado un enemigo que uniera al país, un conjunto de circunstancias extraordinarias que justificaran el empleo de medidas de emergencias y represión; una crisis, en definitiva, que la hiciera parecer firme y contundente, en lugar de cruel y retrógrada. La guerra había servido perfectamente a su propósito, pero el incidente de las Malvinas había sido una anomalía en plena década de los ochenta del siglo XX, una especie de retorno momentáneo a los conflictos coloniales del pasado. Si los años ochenta iban a ser, de verdad, el alba de una nueva era de paz y democracia, como muchos afirmaban, las confrontaciones del estilo de la de las Malvinas serían demasiado infrecuentes como para constituir la base de un proyecto político global.
Naomi Klein.
¡La Lucha sigue!
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