lunes, 14 de marzo de 2022

El anhelo de Catalino Sixto

 



Su papá llegó cuando él tenía dos años, ya no trabajaba de velador, para ese entonces limpiaba cebollas en el mercado La Terminal y era ayudante en uno de los graneros, su trabajo era descargar los camiones que llegaban con quintales de maíz y frijol. Ahí conoció a varios que llegaban del relleno sanitario con cartón maleteado y rollos de cobre que sacaban de los alambres de luz. Ellos le contaron del negocio de recolector y que sería su propio jefe, así fue a dar a la colonia donde rentó un cuarto donde vivían otros 11 recolectores que habían llegado de distintas partes de los departamentos de Guatemala, migrantes como él. Que como él habían terminado de recolectores pero que llegaron por otros trabajos similares.

Ni su mamá ni su papá fueron a la escuela nunca, también son los mayores de los hermanos y comenzaron a trabajar desde muy chicos para ayudar con los gastos en la casa, así enviaron dinero durante años para la crianza de sus hermanos. A él le tocó repetir la historia, con 8 hermanos más le tocó dejar de estudiar en tercero primaria, aunque comenzó a trabajar desde los 5 buscando cartón y plástico junto a sus padres. Tiene 16 ahora, la misma edad que tenía su padre cuando emigró y como su padre también él piensa en emigrar, pero mucho más lejos, está cansado del hambre, de las largas horas de trabajo, durante el día trabaja de recogedor de basura en un camión, ha gritado durante años, ¡basura!, ¡basura!, hasta quedarse sin voz, que se siente una basura también. Qué sueños puede tener, se pregunta siempre, si a donde quiera que va lo excluyen, por su olor a desechos, por su aspecto de indígena, por los tatuajes que tiene en los brazos, por su forma de hablar, por su ropa limpia pero vieja, remendada, por sus zapatos rotos, a qué puede ansiar en Guatemala un recolector de basura, se lo preguntan él y sus amigos cuando se desbarrancan entre las montañas de basura buscando cobre, que es lo que mejor pagan. Lo venden en el mercado La Terminal, a 30 quetzales la libra, pero para sacar una libra se llevan hasta 4 días, porque tienen que buscar los cables que lo tengan, buscarlos entre las montañas de basura donde la mayor parte de tiempo se cortan con los pedazos de botellas y latas abiertas y mientras van encontrando el cobre, recogen cartón, botellas de vidrio y plástico que también lo venden, pero a menor precio y ocupan más espacio para el transporte. Es que esa es otra cosa, tienen que pagar un flete para que los lleve y en eso se va un poco de la ganancia. No han podido construir su casa, la tienen hecha de pedazos de lámina que han encontrado en el basurero, como la mayoría en su comunidad.


A muchos de sus amigos los mataron, otros se mataron ellos mismos jugando a la ruleta rusa, porque qué vida puede ansiar alguien que vive de la basura, que huele a basura y que se siente basura, lo mejor que les podía pasar, siempre pensaron, era darse ellos mismos un tiro en la sien y morir en un santiamén. Las pistolas siempre estuvieron a la orden del día, también la venta de droga, trabajar como repartidores, a otros les ofrecieron trabajo cuidando grupos de niños que piden dinero en los semáforos, cuidar que no se robaran el dinero y mantenerlos a raya, otros tantos perdieron la noción del tiempo, de la realidad y la memoria, oliendo pegamento todo el día, fue esa su propia forma de desaparecer, total si antes tampoco existían.

No sólo es el hambre, la angustia, el desvelo, el cansancio, también es el desamor de su padre que cada vez que logra vender cobre se gasta el dinero tomando y llega ebrio a pegarle a la mamá y a los hermanos, a él también le pegaba pero no lo hace más desde un día que se le paró y le dio dos trompadas, le tocó hacerlo, no lo quería hacer pero lo sacó de sus casillas y sin pensarlo respondió, porque le pegaba más fuerte que a todos, con la hebilla del cincho porque no era su hijo, por eso le pegaba así porque no era su hijo de sangre y porque era todo lo contrario a él.

Es la vida de Catalino Sixto y otras tres mil personas en el relleno sanitario de la zona 3, sin contar a los niños que abundan como hormigas entre la basura. De las familias que han pasado por el Anexo Manuel Colom Argueta, son pocas las que están completas, entre que a unos se los tragó el basurero en invierno, a otros los mataron, a otros los desaparecieron, algunos que se dieron el tiro en la sien y otros que emigraron. Y es eso lo que quiere hacer Catalino Sixto, irse, largarse de ese país que sólo lo ha discriminado y humillado. Quiere vivir en un lugar donde no le digan que huele a mierda, donde no lo discriminen por sus rasgos indígenas, por eso se irá junto a otros amigos, ninguno piensa decir nada a sus padres, sólo agarrar camino y en cuanto lleguen y empiecen a trabajar comenzar a enviar dólares para que sus familias dejen de recoger basura. Sueñan con construir sus casas con bloques, que sean bonitas y resistentes con columnas de cemento y si la vida les ayuda echarles terraza para colgar la ropa arriba. Comprarles un recipiente enorme para que guarden el agua que sólo llega de vez en cuando, unas horas por días, dos días a la semana. Quieren sus casas con una ventana y un pequeño balcón para que sus mamás cuelguen ahí las macetas de flores, porque vaya, en el basurero abundan las macetas con flores que la gente tira en los camiones de basura. Sólo sería de recogerlas y darles amor para que florezcan.



Son las 11 de la noche, será la última en la que recoja basura, en la madrugada se irán para Tapachula y cruzarán por el río Suchiate, se subirán al lomo de la Bestia y llegarán hasta Sonora, de ahí se las arreglarán para cruzar hacia Estados Unidos. Allá los espera un amigo de la colonia que se fue en años anteriores, ya les consiguió trabajo en la fábrica donde trabaja armando contenedores de metal. Han escuchado de las bandas delictivas y todo lo que hacen con los migrantes indocumentados en México, pero para ellos no hay mayor peligro que el de morir soterrado en el basurero donde han pasado la vida, todo lo que tienen que hacer es intentarlo, no hay nada qué perder, sueños no tienen, se sienten basura, huelen a mierda y han sido discriminados desde que nacieron, qué más les da morir en el intento.

Logran llegar a Tapachula, en Tenosique, Tabasco, se suben en el lomo de La Bestia, jamás habían visto un tren y jamás habían visto a tantos migrantes que como ellos huían de la pobreza y el hambre, no lo sorprendió ver a los puños de policías mexicanos que los perseguían y los trataban como criminales, él ha vivido perseguido toda su vida; por la violencia, la pobreza y la miseria, no se iba a dejar vencer por unos policías, que no lo venció su papá, contimás unos uniformados que no conocían nada de su vida ni de sus luchas. Tampoco se asustó cuando salieron los cuatreros con armas de grueso calibre a carrerearlos en el lomo del tren, la muerte la había vivido desde niño, ver muertos en esas circunstancias lo tomó como parte del trayecto, doler no le dolía, lo que le dolió fue ver a sus amigos morir con la ruleta rusa, a las familias de la colonia desaparecer en el alud de cada año en el invierno en el basurero, ver cómo la gente se tapaba la nariz cuando llegaban en el camión a recoger la basura, ver a su papá pegándole a su mamá y a sus hermanos todas las noches cuando llegaba ebrio, eso le dolió y le dolió tanto que le curtió el alma, que no volvió a sentir ni dolor, ni tristeza, ni amor.

Después de una semana en el lomo del tren, lograron llegar a Sonora y de inmediato se adentraron en el desierto, grandes conocedores del relleno sanitario de la zona 3, de la capital guatemalteca, donde pasaban días y noches recogiendo plástico, cartón, vidrio y cobre, sobrevivientes de derrumbes de montañas de basura. Catalino Sixto y sus amigos no pudieron sobrevivir a las altas temperaturas del desierto, no llevaban más que un galón de agua para los tres y el anhelo compartido de llegar a Estados Unidos, que les habían contado que era un lugar donde los sueños se hacían realidad. Fue el último en morir, mientras agonizaba, debajo de la sombra de un nopal, Catalino Sixto, en un acto desesperado de resistencia, olió su ropa, no olía a mierda y eso, eso era lo más importante había vencido al olor del relleno sanitario, nadie volvería a llamarle basurero por el olor de su ropa y de su piel. Morir, pensó, era igual allá que acá y eso era lo de menos, había tenido las agallas de intentarlo.

 

 
 

 

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