Ilka Oliva Corado
Son las 11 de la noche, llevan 16 horas entre la basura, montañas y
montañas de basura, buscando cobre, vidrio, cartón y plástico. Cuando
tienen suerte encuentran galletas y golosinas empaquetadas, se las comen
de un bocado, aunque muchas veces se han intoxicado pero la necesidad
puede más, es la vida de los recolectores de basura, piensa Catalino
Sixto que también le ha escuchado decir lo mismo a sus papás y a los
vecinos de la colonia donde viven. Tiene las manos y los pies llenos de
cicatrices de cortadas que se ha hecho con pedazos de vidrios cuando
busca el material para la venta. Los días más difíciles son cuando
llueve porque el agua acumulada entre la basura no lo deja ver los
chayes y además a cada rato se llena de hongos los pies y se enferma de
gripe porque el agua acumulada durante días le llega a los tobillos. El
dengue es lo que abunda en su colonia para los días de invierno y
también mueren bastantes recién nacidos. Tiene impregnado el olor del
basurero en la piel, aunque se bañe a cada rato no se lo puede quitar,
es lo que mejor conoce, toda su vida la ha pasado metido ahí. Ha visto
cómo los derrumbes se llevan entre las correntadas a familias enteras.
Sus papás son migrantes en la capital, aunque él y sus 8 hermanos
nacieron ahí con la ayuda de vecinas que fueron comadronas en sus
pueblos y ahora son recolectoras como ellos, en la colonia Anexo Manuel
Colom Argueta. La mayoría de la gente que vive ahí recolecta como ellos,
aunque también hay muchos que trabajan en la jardinería y el
mantenimiento de casas y centros comerciales. Hay muchos indígenas que
como sus papás son migrantes en la capital. Su papá es de Todos Santos
Cuchumatán, habla el mam, su mamá es de Chisec, Alta Verapaz, habla el
poqomchi, ambos aprendieron a hablar español en la capital. Su papá
llegó de 16 años a trabajar como velador, cuidaba un taller mecánico en
las noches y su mamá llegó a los 12, la contrataron junto a otras niñas
de su aldea para echar tortillas en un restaurante en el Centro
Histórico. Fue la primera en llegar a la colonia, ahí alquilaban un
cuarto junto a las otras niñas. Su mamá después trabajó como empleada
doméstica en una de las casas en carretera a El Salvador, hasta que la
despidieron por salir embarazada, tenía 14 y se había enamorado de uno
de los jardineros que trabajaba en la zona, mismo que al enterarse del
embarazo desapareció y no dio la cara. Su papá no es su papá biológico,
Catalino Sixto es el mayor de los 9 hermanos. Su mamá se quedó en la
colonia y fue a trabajar como recolectora en el relleno sanitario, por
poco y lo tiene a él ahí, pues buscando plástico andaba cuando le dieron
los dolores y las otras recolectoras la lograron sacar entre y llevarla
a su casa, ahí nació él a escasos metros del relleno sanitario, eso lo
marcó de por vida, como a otros niños que nacieron también ahí.
Su papá llegó cuando él tenía dos años, ya no trabajaba de velador, para ese entonces limpiaba cebollas en el mercado La Terminal y era ayudante en uno de los graneros, su trabajo era descargar los camiones que llegaban con quintales de maíz y frijol. Ahí conoció a varios que llegaban del relleno sanitario con cartón maleteado y rollos de cobre que sacaban de los alambres de luz. Ellos le contaron del negocio de recolector y que sería su propio jefe, así fue a dar a la colonia donde rentó un cuarto donde vivían otros 11 recolectores que habían llegado de distintas partes de los departamentos de Guatemala, migrantes como él. Que como él habían terminado de recolectores pero que llegaron por otros trabajos similares.
Ni su mamá ni su papá fueron a la escuela nunca, también son los mayores de los hermanos y comenzaron a trabajar desde muy chicos para ayudar con los gastos en la casa, así enviaron dinero durante años para la crianza de sus hermanos. A él le tocó repetir la historia, con 8 hermanos más le tocó dejar de estudiar en tercero primaria, aunque comenzó a trabajar desde los 5 buscando cartón y plástico junto a sus padres. Tiene 16 ahora, la misma edad que tenía su padre cuando emigró y como su padre también él piensa en emigrar, pero mucho más lejos, está cansado del hambre, de las largas horas de trabajo, durante el día trabaja de recogedor de basura en un camión, ha gritado durante años, ¡basura!, ¡basura!, hasta quedarse sin voz, que se siente una basura también. Qué sueños puede tener, se pregunta siempre, si a donde quiera que va lo excluyen, por su olor a desechos, por su aspecto de indígena, por los tatuajes que tiene en los brazos, por su forma de hablar, por su ropa limpia pero vieja, remendada, por sus zapatos rotos, a qué puede ansiar en Guatemala un recolector de basura, se lo preguntan él y sus amigos cuando se desbarrancan entre las montañas de basura buscando cobre, que es lo que mejor pagan. Lo venden en el mercado La Terminal, a 30 quetzales la libra, pero para sacar una libra se llevan hasta 4 días, porque tienen que buscar los cables que lo tengan, buscarlos entre las montañas de basura donde la mayor parte de tiempo se cortan con los pedazos de botellas y latas abiertas y mientras van encontrando el cobre, recogen cartón, botellas de vidrio y plástico que también lo venden, pero a menor precio y ocupan más espacio para el transporte. Es que esa es otra cosa, tienen que pagar un flete para que los lleve y en eso se va un poco de la ganancia. No han podido construir su casa, la tienen hecha de pedazos de lámina que han encontrado en el basurero, como la mayoría en su comunidad.
A muchos de sus amigos los mataron, otros se mataron ellos mismos jugando a la ruleta rusa, porque qué vida puede ansiar alguien que vive de la basura, que huele a basura y que se siente basura, lo mejor que les podía pasar, siempre pensaron, era darse ellos mismos un tiro en la sien y morir en un santiamén. Las pistolas siempre estuvieron a la orden del día, también la venta de droga, trabajar como repartidores, a otros les ofrecieron trabajo cuidando grupos de niños que piden dinero en los semáforos, cuidar que no se robaran el dinero y mantenerlos a raya, otros tantos perdieron la noción del tiempo, de la realidad y la memoria, oliendo pegamento todo el día, fue esa su propia forma de desaparecer, total si antes tampoco existían.
No sólo es el hambre, la angustia, el desvelo, el cansancio, también es el desamor de su padre que cada vez que logra vender cobre se gasta el dinero tomando y llega ebrio a pegarle a la mamá y a los hermanos, a él también le pegaba pero no lo hace más desde un día que se le paró y le dio dos trompadas, le tocó hacerlo, no lo quería hacer pero lo sacó de sus casillas y sin pensarlo respondió, porque le pegaba más fuerte que a todos, con la hebilla del cincho porque no era su hijo, por eso le pegaba así porque no era su hijo de sangre y porque era todo lo contrario a él.
Es la vida de Catalino Sixto y otras tres mil personas en el relleno sanitario de la zona 3, sin contar a los niños que abundan como hormigas entre la basura. De las familias que han pasado por el Anexo Manuel Colom Argueta, son pocas las que están completas, entre que a unos se los tragó el basurero en invierno, a otros los mataron, a otros los desaparecieron, algunos que se dieron el tiro en la sien y otros que emigraron. Y es eso lo que quiere hacer Catalino Sixto, irse, largarse de ese país que sólo lo ha discriminado y humillado. Quiere vivir en un lugar donde no le digan que huele a mierda, donde no lo discriminen por sus rasgos indígenas, por eso se irá junto a otros amigos, ninguno piensa decir nada a sus padres, sólo agarrar camino y en cuanto lleguen y empiecen a trabajar comenzar a enviar dólares para que sus familias dejen de recoger basura. Sueñan con construir sus casas con bloques, que sean bonitas y resistentes con columnas de cemento y si la vida les ayuda echarles terraza para colgar la ropa arriba. Comprarles un recipiente enorme para que guarden el agua que sólo llega de vez en cuando, unas horas por días, dos días a la semana. Quieren sus casas con una ventana y un pequeño balcón para que sus mamás cuelguen ahí las macetas de flores, porque vaya, en el basurero abundan las macetas con flores que la gente tira en los camiones de basura. Sólo sería de recogerlas y darles amor para que florezcan.
Son las 11 de la noche, será la última en la que recoja basura, en la
madrugada se irán para Tapachula y cruzarán por el río Suchiate, se
subirán al lomo de la Bestia y llegarán hasta Sonora, de ahí se las
arreglarán para cruzar hacia Estados Unidos. Allá los espera un amigo de
la colonia que se fue en años anteriores, ya les consiguió trabajo en
la fábrica donde trabaja armando contenedores de metal. Han escuchado de
las bandas delictivas y todo lo que hacen con los migrantes
indocumentados en México, pero para ellos no hay mayor peligro que el de
morir soterrado en el basurero donde han pasado la vida, todo lo que
tienen que hacer es intentarlo, no hay nada qué perder, sueños no
tienen, se sienten basura, huelen a mierda y han sido discriminados
desde que nacieron, qué más les da morir en el intento.
Logran llegar a Tapachula, en Tenosique, Tabasco, se suben en el lomo de
La Bestia, jamás habían visto un tren y jamás habían visto a tantos
migrantes que como ellos huían de la pobreza y el hambre, no lo
sorprendió ver a los puños de policías mexicanos que los perseguían y
los trataban como criminales, él ha vivido perseguido toda su vida; por
la violencia, la pobreza y la miseria, no se iba a dejar vencer por unos
policías, que no lo venció su papá, contimás unos uniformados que no
conocían nada de su vida ni de sus luchas. Tampoco se asustó cuando
salieron los cuatreros con armas de grueso calibre a carrerearlos en el
lomo del tren, la muerte la había vivido desde niño, ver muertos en esas
circunstancias lo tomó como parte del trayecto, doler no le dolía, lo
que le dolió fue ver a sus amigos morir con la ruleta rusa, a las
familias de la colonia desaparecer en el alud de cada año en el invierno
en el basurero, ver cómo la gente se tapaba la nariz cuando llegaban en
el camión a recoger la basura, ver a su papá pegándole a su mamá y a
sus hermanos todas las noches cuando llegaba ebrio, eso le dolió y le
dolió tanto que le curtió el alma, que no volvió a sentir ni dolor, ni
tristeza, ni amor.
Después de una semana en el lomo del tren, lograron llegar a Sonora y de
inmediato se adentraron en el desierto, grandes conocedores del relleno
sanitario de la zona 3, de la capital guatemalteca, donde pasaban días y
noches recogiendo plástico, cartón, vidrio y cobre, sobrevivientes de
derrumbes de montañas de basura. Catalino Sixto y sus amigos no pudieron
sobrevivir a las altas temperaturas del desierto, no llevaban más que
un galón de agua para los tres y el anhelo compartido de llegar a
Estados Unidos, que les habían contado que era un lugar donde los sueños
se hacían realidad. Fue el último en morir, mientras agonizaba, debajo
de la sombra de un nopal, Catalino Sixto, en un acto desesperado de
resistencia, olió su ropa, no olía a mierda y eso, eso era lo más
importante había vencido al olor del relleno sanitario, nadie volvería a
llamarle basurero por el olor de su ropa y de su piel. Morir, pensó,
era igual allá que acá y eso era lo de menos, había tenido las agallas
de intentarlo.
Escritora guatemalteca. https://cronicasdeunainquilina.com/
cronicasdeunainquilina@gmail.com @ilkaolivacorado
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