A las siete de la noche tocó silencio el corneta. Allí mismo fue demasiado silencio. Tan alta era aquella llanura que se ahogaban los gritos. Ni para hablar nos quedaba el aliento.
Cumaná tiritaba con mal de páramo ante la hoguera de quinua. A cada lancero lo llamábamos con el nombre de su pueblo. Y a mí, que sabía las canciones de todos los sitios, me llamaban Coplero.
Ay, Cumaná, quién te viera
y por tus calles paseara
y hasta San Francisco fuera
a misa de madrugada
mi madre es la única estrella
que alumbra mi porvenir
y si se llega a morir
al cielo me voy con ella
río Manzanares
déjame pasar
que mi madre enferma
me mandó a llamar.
El general Sucre tenía oídos de lince y paró la inspección de las tropas. Con su Estado Mayor cabalgó hacia nosotros. Quién ha roto el silencio. Yo, mi general. Soldado, qué castigo debo aplicarte.
Al último resplandor de la quinua vi que se iba apagando su cara.
Lo que usted diga, mi general. Lancero, me dijo sofrenando su macho, te impondré el peor castigo para un jinete que se ha abierto camino en la América empuñando una lanza: no pelearás en la batalla de mañana. Pero mi general. Silencio.
Al alba ya Cumaná respiraba. Me abrazó, y picó espuelas con las oleadas de la caballería de José María de Córdoba. Los vi romper contra la fusilería realista que dominaba las alturas de Corpahuaico, y horas más tarde bajaban los cóndores desde las cordilleras más encumbradas. Ya era de noche cuando encontré a todo el pelotón. Abrazaban sus lanzas y tenían las bocas abiertas, como todavía gritando en la altura sin aires. A cada uno de ellos les fui cerrando los ojos.
En ese momento me alumbraron los candiles del Estado Mayor del general Antoñito Sucre, quien reconocía la mortandad. Antoñito acababa de cumplir veintiocho años, y ninguno de los caídos tenía más edad. Ese día se ganó la libertad de la América, y sin embargo nunca vi al general tan triste como cuando, reconociéndome, dijo:
—Lancero, ahora puedes regresar a Cumaná.
—General, no soy de Cumaná.
Entonces me venció el rencor y le dije que el cumanés era el muchacho a quien yo cerraba los ojos. Le había devuelto el aliento cantándole para que fuera a exhalarlo contra la fusilería de Monet.
El general quedó un instante sin aire, bajo las estrellas que eran tantas como las lanzas caídas en aquella meseta de sangre. No podía decirme que, como él también había nacido en Cumaná, al oírme cantar y arrestarme creyó devolver vivo a su pueblo por lo menos a uno de aquellos piragüeros que dejaron sus playas lejanas diez años y cien batallas atrás.
Al fin encontró aire para susurrar:
—Quien se entrega a la libertad, se da a la muerte. Lancero, cántanos de nuevo Gloria de Cumaná.
—General: no volveré a cantar más. El general tiró de las riendas para que su macho diera la vuelta lentamente, como si quisiera oír algo en el silencio de aquella meseta que los indios llaman Ayacucho: Rincón de los Muertos.
—Has hecho mal. Un favor no se le niega a un moribundo.
No sé si en aquella quietud escuchó algo. Ninguno de nosotros tres vivió para volver a ver Cumaná.
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